miércoles, 26 de noviembre de 2008

Aquel hombre


Despertó con la sensación de haber dormido demasiado, creyó que era de madrugada, aún no amanecía, pero al volver del baño el reloj sobre la biblioteca marcaba las siete y cinco de la tarde. Preparó un café en la cocina y volvió a su habitación. Sopló varias veces sobre la taza, encendió un cigarrillo y tomó asiento frente a la computadora. Su imagen oscura se desvaneció del monitor cuando la pantalla comenzó a resplandecer. Aunque él sabía bien cuánto dinero le quedaba, abrió el libro donde lo escondía y lo contó tres veces: le alcanzaba para vivir nueve meses sin trabajar, y sin embargo comparó ese tiempo con una enfermedad larga y penosa.

Terminó su segundo cigarrillo con el último sorbo de café ya frío, se puso el abrigo y comenzó a buscar las llaves. La ropa limpia al borde de la cama, la sucia en el suelo, los abrigos en la silla; sobre el escritorio varias tazas vacías con cenizas de cigarrillo; algunos libros y papeles. Eran las siete y media y recordó que su mejor amigo siempre se burlaba del tiempo que demoraba en salir. Tras haber revisado todos los bolsillos de sus pantalones, abrió la puerta del departamento y encontró la llave del otro lado.

En la calle, algunas parejas lo observaban, lo señalaban, reían entre sí. Se puso los lentes negros y caminó por el barrio hasta que un aroma le abrió el apetito y sin pensarlo siguió el rastro y entró a una pizzería llamada “María Rosario y Jimena”. Era un lugar pequeño, sin mesas pero con una mesada alargada que terminaba en un gran espejo de pared. Un hombre delgado y alto lo recibió con una gran sonrisa. Tenía las manos blancas de harina. Le preguntó qué iba a comer, y él pidió media pizza de mozzarella.

Miraba el lugar a través del espejo y mientras aguardaba la comida le preguntó qué tal le resultaba el negocio. El hombre dijo: no tan bien como a usted le resulta lo suyo, pero me mantiene. Y abrió el horno para sacar una gran pizza repleta de queso y aceitunas. No es común recibir por aquí a gente como usted, agregó.

Luego de comer miró el reloj en la pared, pagó, dio las gracias y salió; eran las diez y media de la noche.

Al caminar veía su silueta que se desplazaba sobre los cristales de negocios de ropa y edificios, y luego entró a un kiosco a comprar cigarrillos. En la calle siguiente dos mujeres lo detuvieron para fotografiarse con él. Pidieron a un extraño que los retratase. Abrazado a dos desconocidas, el flash parpadeó ante su sonrisa de foto. Las saludó y siguió camino. Se sintió expuesto en aquella avenida, por lo que apuró el paso y dobló en la calle siguiente. Caminó quince cuadras y entró a su bar de cabecera, buscó por los ambientes y no encontró a ningún amigo. Salió del bar, hizo algunas llamadas y todas resultaron negativas. Volvió a entrar y vio que una pareja discutía sin prestarle atención a nada más; la más delgada de las dos meseras lo saludó, él se sentó a la barra y pidió una cerveza. Al rato ella se acercó con la otra mesera y los tres conversaron acerca de los clientes extraños. Él no lo había notado, pero en un extremo había un hombre solo sentado frente a una botella de vino, con un abrigo azul algo gastado y las manos sucias. Una de las meseras dijo: me da miedo ese señor. La otra, la más delgada, giró el dedo índice al costado de su frente, y agregó: creo que vive en la calle. Él dijo: sí, ya lo recuerdo, lo he visto por el barrio, reparte volantes en una esquina. La mesera delgada miró hacia las mesas y vio que la pareja pedía la cuenta. Antes de irse agregó que aquel hombre era poeta. La otra mesera y él se miraron sorprendidos y con algo de malicia.

Poeta… quién lo hubiera dicho, le dijo ella. Luego la otra mesera regresó, y al verlos cómplices preguntó: ¿de qué hablan? Su compañera dijo: no sabía que era poeta… Sí, viene los martes, es raro verlo hoy, de verdad es poeta, aunque yo no lo soporto. Llamaron a la otra desde una mesa y él quedó a solas con la más delgada. Le preguntó hasta qué hora se quedaría hoy, y ella, sonrojada, le dijo: hasta las cuatro. El hombre de abrigo azul y manos sucias se puso de pie. Tambaleaba. Abrió los brazos como un cristo y recitó a gritos borrachos algo que parecía improvisar. Fueron dos largos minutos. Luego se sentó. La gente del bar se miró intrigada, algunos esbozaban sonrisas temerosas; otros, más espantados fruncían el ceño. A mesera más delgada dijo: es muy violento lo que hace, por eso no lo soporto. Y la otra, con la mano sobre la mejilla, dijo: por Dios, es terrible, ¿viene todos los martes? Sí, todos, dijo su compañera. Él dijo: a mí no me molestó. Las dos meseras fueron llamadas al mismo tiempo y lo dejaron solo en la barra. Entonces preocupado, vio que el poeta tomaba del brazo a una de las camareras y le entregaba algo.

Los tres se reunieron otra vez junto a la barra. La compañera preguntó en voz baja: qué pasó. Nada, me asusté, dijo la otra, pero solo me dio un casete y me pidió que lo pusiera… los tres ahora susurraban. La mesera más delgada le dio el casete a la otra y fue a lavarse las manos. Qué hago con esto, le preguntó la mesera con el casete en la mano, mientras detrás de la barra su compañera se enjabonaba el brazo sobre una pila de platos sucios. Escucharlo, dijo él, y puso el casete en el reproductor.

Una música perversa. Desde algunas mesas miraron hacia la barra y la camarera debió bajar el volumen. Detrás de la barra, la más delgada frunció el ceño e hizo un gesto de negación. La otra rió y dijo: qué raro, ¿qué música es? Él dijo sí, bastante raro, parece punk, pero no. ¿Les gusta? Un puso cara de asco y la otra no respondió; luego, ambas se escondieron detrás de la barra, él las escuchó murmurar y de pronto rieron tan fuerte que salieron agitadas y despeinadas. Al verse, regresaron a su escondite y tuvieron otro ataque de risa.

Él creyó que a ellas no les gustaba sólo porque era de aquel hombre, y dijo: a mí me parece genial. Bebió un sorbo, apoyó el vaso en la barra y salió a fumar un cigarrillo. Al encenderlo miró a sus costados: por una calle no pasaban autos, un cartonero dormía a mitad de cuadra dentro de su gran carro sobre una pila de bolsas negras. Miró al cielo a través del árbol que había frente al bar, y al bajar la vista el extraño hombre de abrigo azul estaba junto a él. Brindemos, le dijo el poeta con una voz que perdía el equilibrio. Él le dijo: no se puede brindar sin vasos. Y el otro le dijo: eso no importa. Para luego chocar un vaso invisible contra el vaso invisible de él. Ambos se llevaron a la boca la bebida imaginaria. Él dijo: me gustó mucho lo de recién, ¿es su banda? El hombre dijo que sí. Él quiso saber cómo se llamaba la banda, pero el otro se apartó y con algo de desprecio dijo: no tiene nombre. Porque la conversación estaba por volverse agresiva, él dijo: mejor, para qué nombrar las cosas después de todo. El otro le dijo: las bandas se nombran sólo para vender, y por eso no tenemos nombre, porque hacemos música y nada más. Él dijo: es cierto. También pensó en preguntarle el nombre a él, pero abandonó la idea.

La más delgada de las meseras salió y dijo: hace frío pero está lindo. Los dos le hicieron un lugar bajo el árbol. El poeta preguntó si ella era francesa, y la chica desconcertada la dijo que no, que por qué iba a serlo. El poeta le preguntó entonces si ella consumía cocaína y ella soltó una carcajada. Él intervino para decirle al poeta que era algo descortés preguntarle eso a una dama. El otro s defendió: es que en Francia conocí a una mujer igual a ella que consumía grandes cantidades, dijo. Él replicó: decirle a una mujer que existe otra igual a ella también es descortés. Y el poeta entonces levantó ambos brazos y le gritó a la mierda con la cortesía, y en la parte de la axilas su abrigo tenía dos grandes agujeros.

Luego dio media vuelta y volvió a entrar y casi cayó al piso al tropezar con un escalón y los dos se miraron asombrados y luego rieron. Ella dijo: esta loco. Y él dijo que sí, pero que también era buen músico. Hubo un silencio y ella le dijo: hace semanas que tus amigos no vienen, ¿vendrán hoy? No lo sé, le dijo él, y retornaron al silencio. La mesera volvió a entrar y él se preguntó qué pasaba con su vida qué estaba allí, con esa camarera y ese loco. Tiró la colilla y antes de pisarla las dos meseras salieron. Una dijo, miren, es el alma que quiere escapar del cuerpo, y sopló una bocanada que el frío convirtió en humo. Él se acercó a la puerta, junto a ellas, y el poeta salió apurado y casi se los lleva por delante. Pronto aquel hombre ya estaba detrás del árbol con las manos debajo del vientre y ellas se miraron con disgusto. Ninguno de los tres dijo nada frente al sonido líquido que regaba la base del árbol. La mesera más delgada no quiso ver; la otra dijo: este asqueroso me va a escuchar.

El hombre terminó, se abrochó el pantalón, salió aún mareado detrás del árbol y cuando pretendía pasar entre ellos, la mesera le dijo: cómo se le ocurre ser tan ordinario, hay baños adentro, y nosotros estamos acá, ¿no nos ve? El hombre, ofendido, le dijo: ¡qué maleducada para hablarme así! Soy un artista, y además no orinaba, fingía orinar, y regresó a su mesa indignado. La camarera más delgada se largó a reír y dijo: es un artista… La otra esbozó una sonrisa detrás de su malestar y los tres rieron. Luego ellas volvieron a entrar.

Un auto con música a todo volumen clavó los frenos en la esquina, volvió en reversa, y cuando él levantó la vista una mujer muy risueña con medio cuerpo afuera de la ventanilla le preguntó si él de verdad era él. Él dijo que sí, y adentro del auto resonó la risa histérica de varias mujeres. Ella preguntó si no quería acompañarlas a la despedida de soltera de su amiga. Él se encogió de hombros y volvió a decir que sí. Al acercarse, vio con sorpresa que el auto llevaba en el baúl abierto a una mujer muy hermosa, vestida con tacos altos, portaligas y una minifalda subida hasta la cintura. Era un auto familiar, y las seis o siete mujeres frenéticas no paraban de reír. Entró como pudo y ellas subieron aún más el volumen de la radio y el auto se alejó a toda velocidad. Él giró la cabeza y vio a la mesera que salía del bar. Sólo entonces advirtió que no había pagado la cerveza, mientras las chicas comenzaban a abrazarlo. Él les dijo: esperen, antes brindemos. Y una de ellas dijo: no se puede brindar sin vasos…

1 comentario:

L ... dijo...

me alegra que siga escribiendo. me alegra leerlo. me alegra que haya vuelto. me alegra saber de ud.

beso.